domingo, 27 de diciembre de 2009

3

MECONIO (por Cabeza de Vaca)

I
Acababan de echarme
de la metalúrgica
cuando la conocí.

Tetas sutiles.
Un culo moldeado
en el yunque de los glandes
y una cotorra
que presagiaba prodigios.

El olor llegó
la primera vez
que la cogí
en su apartamento.

Intenso, intenso:
no provenía de sus axilas
casi depiladas,
ni de su culo perfecto,
ni de su cotorra
prodigiosa.

El olor,
descubrí al acabar,
provenía de la heladera.


II
Alineados,
en filas simétricas,
dieciocho bollones
ocupaban los estantes.

Meconio, dijo.
es mi único alimento,
la fuerza que me mantiene de pie
cuando el mundo comienza
a desplomarse.

Después la vi caminar
hacia la mesada,
buscar una cuchara
y abrir un bollón
empezado.

Los ojos se expandieron
como en compota
cuando tragó
su porción de meconio.
Luego lambió la cuchara
como un rato antes
me lambiera la pija.

Después lloró.

III
Desde entonces
empecé a acompañarla
a infinidad de sanatorios.

En patios desolados
presencié las tranzas
con enfermeros.

Ella, sin quitarse sus lentes de sol,
les entregaba la suma convenida
y los empleados anónimos,
arrepentidos,
tal vez avergonzados,
le entregaban
el meconio.

Muchas noches,
la sentí delirar.
La vi abrazada
a un niño invisible,
a una sombra que se perdía
en el aroma
de un montón de fluidos.

Pese a que insistió
nunca probé el meconio.


IV
La última cogida
fue inolvidable.
Un sudor frío, alarmante,
me recorrió la espalda
cuando el chorro de leche
abrazó su cotorra.

Esa noche, mientras dormía,
ella se fue.

En una vieja maleta
que había sido del padre
cargó su meconio.

Desde entonces
visito sanatorios
para ver si la encuentro.

Consulto enciclopedias,
sigo con el dedo el trazo en las guías,
rento videos.

Esta noche,
cerrada y sin luna,
mi lengua, mis dientes
al fin
probaron el sabor
inconfundible
del meconio.

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